Comentario
Que trata cómo el rey Motecuhzoma cautelosamente con pacto secreto que tuvo con la señoría de Tlaxcala, hizo matar toda la flor de los capitanes y soldados del reino de Tetzcuco, con cuya ocasión se vino a señorear de todo el imperio
Era tanta y tan insaciable la codicia que el rey Motecuhzoma tenía de mandar y ser señor absoluto, que pareciéndole menos valor tener en el imperio compañeros iguales a él, todo se le iba en maquinar y buscar modos, ardides y trazas para conseguir su intento; y así en este ocasión, que ya era en los últimos años del reinado de Nezahualpiltzintli, hizo un hecho diabólico, y fue que como vio tan descuidados a los aculhuas tetzcucanos en el ejercicio militar, y muy ocupados en fiestas y saraos, tuvo ocasión de enviar por medio de sus embajadores a reprender al rey Nezahualpiltzintli el descuido en que vivían los suyos, y que los dioses estaban indignados contra él porque había cuatro años que no les sacrificaba cautivos de las provincias de Tlaxcalan y de las otras dos de donde se sacaban los cautivos de que más se servían y agradaban sus falsos dioses, si no era de las remotas, que forzosamente por ampliar y conservar el imperio, habían cautivado y sacrificado, que era lo menos acepto a ellos, además de que con esto borraban la memoria de los heroicos hechos de sus mayores y manchaban la fama y gloria de los chichimecas y aculhuas sus antepasados, y que así convenía hacer una entrada en los campos de Tlaxcalan, para aplacar a los dioses, en la cual se hallaría él personalmente, señalando el día que había de ser la batalla. El Rey Nezahualpiltzintli le respondió que sus soldados no dejaban las armas por cobardía y flaqueza, sino porque era su intento pasar en paz la vida lo poco que podían gozarla, pues tan cercano estaba el año ce ácatl de las mudanzas y calamidades que les pronosticaba, pero que para el día citado iría la flor y nata de sus ejércitos a los campos de Tlaxcalan a probar sus ánimos y valor; dada la respuesta, juntó a consejo de guerra y habiendo en él tratado de lo que se debía hacer, se juntaron todos los más valerosos capitanes y soldados de sus ejércitos, y tomaron la vía de los campos de Tlaxcalan. El rey no quiso ir en persona, por no tener algunas contiendas con el rey Motecuhzoma que iba en persona a esta batalla; mas envió a los infantes Acatlemacoctzin y Tequanehuatzin sus hijos (que habían probado muy bien [ a valor] en las conquistas de las provincias remotas atrás referidas) yendo por caudillos principales de todo el ejército tetzcucano Motecuhzoma, así como supo la resolución de Nezahualpiltzintli, envió secretamente sus embajadores a la señoría de Tlaxcalan, avisándoles de cómo el rey de Tetzcuco tenía convocado todo lo más y mejor de sus ejércitos, no para el ejercicio militar y sacrificio de sus dioses conforme a la ley y costumbres que entre ellos estaba establecida, sino con intento de destruir y asolar toda la provincia y señorío, y hacerse señor de ella, cosa digna de gran castigo, y que a él le culparían y tendrían por cómplice si no les avisara; y que así procurasen juntar todo lo más y mejor de sus soldados, y ganar por la mano, de manera que los aculhuas no tuviesen lugar de cumplir su intento, y que aunque él iba en persona en su favor, más lo haría de cumplimiento que de voluntad, dándoles su palabra de que en lugar de favorecer a los aculhuas, les ayudaría por las espaldas a matarlos, siendo necesario. Esta embajada causó gran alteración y pena a la señoría, viendo cuán mal cumplía Nezahualpiltzintli las obligaciones que tenía a la señoría, así en conservarle sus tierras, como defenderle y ampararle, pues lo que él poseía fue recobrado por la ayuda y favor de sus padres y abuelos los señores tlaxcaltecas, además de ser como eran de un linaje; y enviando las gracias del aviso a Motecuhzoma, se apercibieron y aguardaron las gentes de Nezahualpiltzintli con todo cuidado y recato, de tal manera, que una cañada donde siempre solían hacer noche llamada Tlalpepéxic, que estaba cerca del cerro llamado Quauhtépetl, la tenían tomada, sin ser sentidos de los tetzcucanos, que vivían descuidados de la traición y trato doble que contra ellos estaba hecho; aunque aquella tarde y aquella noche tuvieron mil presagios que les representaban su total destrucción y ruina, entre los cuales, el uno fue que vieron por el aire que andaban remolineando cantidad de auras sobre ellos (aves que no siguen ni buscan otra cosa, sino cuerpos muertos) que parecía salir de la tierra llamas de fuego, y con ser la fuerza de las aguas se levantaban por el aire gran es polvaredas, y los más valerosos capitanes del ejército, como fueron Tezcacoacatl, Temoctzin, Zitialtécatl y Ecatenan, a un tiempo todos cuatro veían entre sueños, que parecía que estaban en la edad de su niñez, que andaban llorando tras de sus madres para que los recogiesen; todo lo cual les dio bien en qué pensar, y sus corazones conocían el daño que tan próximo se les venían, y así aquella noche por desechar, estuvieron después de los sueños chocarreándose, y muy de madrugada, habiéndose levantado a tomar un bocado, por si en aquel día no tuviesen lugar, sobre la rodela en que estaba almorzando vino por el aire un cigarrón de ojo de extraña grandeza que dio en ella un gran golpe y quedó muerto, dividiéndose la cabeza del cuerpo. Estos capitanes a quienes les pareció muy mal agüero, no quisieron esperar más, sino que comenzaron a despertar sus gentes para que se armasen y saliesen de aquella cañada, donde no podían aprovecharse de sus armas e industria, por si los enemigos les tenían hecha una celada como en efecto se las tenían tal, y tan fuerte que así como les vieron que empezaban a levantarse, en un instante los cercaron, con tantos gritos y alaridos, que no pudieron ponerse en orden para poderse defender, y cerrando con ellos los mataron a todos, si no fueron muy pocos los que pudieron escapar y llevar la nueva del lastimoso caso, traición y celada que contra ellos se había hecho. Los cuatro capitanes referidos y otros muchos hicieron hechos hazañosísimos, vengando muy bien sus vidas; y los dos infantes viéndose rendidos de personas no conformes a la calidad de sus personas, aunque mal heridos, decían a sus contrarios que los acabasen de matar, que no consentían entrar con ellos a su ciudad; y llevándolos vivos en su triunfo, hicieron tanto y se iban defendiendo de tal manera, que en el primer templo de los falsos dioses que cerca estaba del campo de batalla, tuvieron por bien de matarlos allí sacrificándolos. Fue tanta la sangre que por aquella cañada había de los muertos y heridos, que parecía un río caudaloso. El rey Motecuhzoma que estaba a la mira con su ejercito en las faldas del cerro que llaman Xacayoltépetl, no se movió ni los soldados, sino que estuvo quedo con sus gentes, gloriándose de ver la matanza y cruel muerte de la flor de la nobleza tetzcucana, donde se echó de ver ser cierta su traición. Entre los que escaparon y llevaron la nueva triste a Nezahualpiltzintli, fue uno de ellos Chichiquantzin, famosísimo capitán, la que fue para el rey y toda su gente muy triste y lamentada; en donde vino el rey a satisfacerse de la traición y celada que contra él cada día intentaba Motecuhzoma, porque además de ésta, por vía de sus hechiceros y nigrománticos le había pretendido hacer mal, y como hombre sabio y astuto se había defendido de él por medio de otros que tenía en su corte, que eran de la facultad diabólica. Vuelto que fue Motecuhzoma a su ciudad, mandó que las ciudades y pueblos de la Chinampa que solán dar cierto reconocimiento a los reyes de Tetzcuco, no se le diesen más, e hizo otras cosas, con que de todo punto mostró su saña, como muy específicamente lo manifiestan los cantos que tratan de esta tragedia, que se intitulan Yacuícatl.